Vivimos en un océano de sonidos. Desde antes de nacer nuestros oídos nos traducen el ambiente exterior, el niño escucha el corazón de su madre y su voz, que será su principal factor de tranquilidad y educación de por vida.
Al nacer llegamos a un mundo rico en sonidos y estos revisten tal importancia que unos días después el recién nacido es capaz de descubrir la dirección desde la cual le llegan estos estímulos acústicos.
Un año después pasamos de ser simples consumidores (receptores) de sonidos a ser “productores independientes” (emisores de voz).
Cuando esta época llega cosechamos toda la admiración de nuestros fanáticos incondicionales que caen rendidos ante la gutural secuencia de “¡papá!, ¡mamá!, ¡leche! o ¡agua!” y otras palabritas.
Al nacer llegamos a un mundo rico en sonidos y estos revisten tal importancia que unos días después el recién nacido es capaz de descubrir la dirección desde la cual le llegan estos estímulos acústicos.
Un año después pasamos de ser simples consumidores (receptores) de sonidos a ser “productores independientes” (emisores de voz).
Cuando esta época llega cosechamos toda la admiración de nuestros fanáticos incondicionales que caen rendidos ante la gutural secuencia de “¡papá!, ¡mamá!, ¡leche! o ¡agua!” y otras palabritas.
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